Libros solidarios
El año 1990, cuando me casé con María Jesús (e.p.d.), me
fui a vivir al paseo de Sant Joan de Dalt y allí sigo. Treinta años en
los que el que yo bauticé como el cementerio de las estatuas sigue
prácticamente igual, con una pastelería de menos, dos chinos de más, y
cientos de bicis y patinetes, salvo que una de esas estatuas, mi
preferida, cuando yo llegué al paseo se hallaba entre Rosselló y
Còrsega, subiendo a la derecha, y ahora se halla dos palmos más arriba,
subiendo a la izquierda. La estatua en cuestión es la de la Font de la
Caputxeta (1922), obra de Josep Tenas. Basta echarle un vistazo para
cerciorarse de que si el lobo se ha zampado a la abuelita, ahora será
Caperucita quien se meriende al lobo. Entre la Font d’Hèrcules, un
monumento al monarca Carlos IV y a su regia señora (el monumento es de
1797 y fue trasladado del paseo de la Explanada al de Sant Joan en
1928), con dos inofensivos leones a ambos lados y el semidiós con su
gabardina y su mazo rematando el invento, y el monumento al Corb, que es
como las gentes del barrio denominan al monumento a mosén Jacinto
(sic), en medio de la Diagonal, la fuente de la Capu-txeta y el llop
viene a ser un pequeño oasis de humanidad. Allí solía dejar yo mis
libros, libros que había comprado o que me había mandado una editorial
generosa; libros, la mayoría de los cuales había leído y no pensaba
conservarlos, porque en casa ya no había espacio para ellos y porque las
cosas buenas son para compartirlas en la medida de lo posible. En la
fuente de la Caputxeta, María Jesús y un servidor hemos dejado montones
de libros (el domingo anterior escribía yo en mi Terraza : “El
martes, poco antes de la medianoche, dejo libros en la fuente de la
Caputxeta” y aquel día y a aquella hora la gente nos aguardaba a mí y a
mí mujer, sentados en los bancos del paseo. Según me confesaron algunos
vecinos, jamás los defraudé, y ello nos llenaba de alegría. Tras la
muerte de María Jesús, en abril hizo seis años, dejé de llevar libros a
la fuente de la Caputxeta. Raras veces salgo de noche y a las nueve
suelo irme a la cama.
El sábado de la semana pasada, mientras subía por el paseo
camino de la terracita del Adonis, donde suelo tomar el aperitivo con
mis amigos, me fijé en la fuente de la Caputxeta y vi junto a la estatua
un montón de libros, alrededor de una docena. El primer del montón era
un ejemplar de Relatos del Delta , de Sebastián Juan Arbó,
editado en 1969 por Ediciones G. P. Dentro del libro pillé una hoja en
la que se leía: “Los libros están limpios –nadie de la familia se ha
infectado– podéis cogerlos con tranquilidad”. Me quedé con el libro de
Arbó, que no conocía, y con un ejemplar de El libro de la Selva ,
de Kipling, traducido al castellano por Ramón D. Perés y editado por
Gustavo Gili (1969), para la hija de Julia, la mujer que se ocupa de mi
piso. Luego pensé que tal vez había cometido un disparate. ¿Y si los
libros estuviesen infectados, no por la generosa familia, sino por todos
aquellos que como yo, antes que yo, los habían manoseado, sin guantes,
sin lavarse las manos o lo que mande y ordene la autoridad competente?
Pero, qué diablos podría importarme, representarme aquel posible
disparate ante la satisfacción, el agradecimiento que sentí hacia
aquella generosa familia que me devolvía la ilusión con que mi mujer y
yo abarrotábamos de libros la fuente de la Caputxeta hace diez, quince
años.
Cuando nos fuimos a vivir al paseo de Sant Joan, mi mujer y
yo no sabíamos en qué mundo nos habíamos metido. Pero poquito a poco lo
fuimos descubriendo y
en gran parte fue gracias a nuestros amigos escritores que, ellos o sus personajes, habían vivido en él. Me refiero a Enrique Vila-Matas, a Javier Tomeo o Carmen Broto, aquel personaje de Juan Marsé que nos mostraba sus espléndidas piernas en la barra del Alaska…
en gran parte fue gracias a nuestros amigos escritores que, ellos o sus personajes, habían vivido en él. Me refiero a Enrique Vila-Matas, a Javier Tomeo o Carmen Broto, aquel personaje de Juan Marsé que nos mostraba sus espléndidas piernas en la barra del Alaska…
Después de treinta años de vivir en el paseo de Sant Joan,
me cuesta no echar mano de los libros para vivir realmente en él. De los
libros y de las librerías. En el paseo no hay una Laie, ni una Central,
ni una Jaimes, ni una Ona, ni… pero hay libros por todas partes: en la
fuente de la Caputxeta, en los quioscos, en el OpenCor, en el Re-Read y
ahora, desde hace un mes y pico en el número 161 del paseo, subiendo a
mano izquierda, entre Còrsega e Indústria, han abierto una tienda,
chica, de la oenegé Llibre Solidari. “ Dona (gratis) o compra (d’1 a
10 euros) llibres de segona mà i col·labora amb el nostre projecte
solidari amb les persones més necessitades ”. De la tienda me había
hablado el amigo Josep Roca, encantado, diciéndome que había dado con un
hermoso libro sobre el pintor Pitxot, de Cadaqués, de la corte de Dalí,
dedicado y por dos euros. Y el jueves, otro amigo y vecino, Ramon
Felipó i Oriol, me llevaba a la tienda y me presentaba al encargado, el
joven Daniel, un venezolano de poco más de treinta años que en el 2015
tuvo que largarse por piernas de Caracas –donde el joven periodista
firmaba la sección de libros y pelis del diario El Universal – y
refugiarse en nuestro país, donde todas las tardes lo hallaréis en
nuestro paseo al frente de una pequeña, limpia y bien, muy bien ordenada
tienda de libros de segunda mano. Una tienda solidaria.
Bienvenido, joven amigo Daniel a nuestro paseo. Un paseo en el que estoy seguro de que tanto Marsé como Vila-Matas te dan la bienvenida, como te la daría el amigo Tomeo y tantos otros.
Y yo, que ya sé dónde llevar mis libros.
Y yo, que ya sé dónde llevar mis libros.